Este niño rodeado de cacharros vidriados y acompañado de su padre, es Jerónimo.
Esta primera reflexión de una página donde quiero volcar mis sensaciones, mis penas y mis alegrías por estos caminos inescrutables de la cerámica, no podía comenzar por otro momento distinto al de los orígenes.
Y en el principio de todos mis avatares de alfarero en ciernes, está una persona a la que siempre estaré agradecido : Jerónimo. Jerónimo Lario era una de las múltiples ramas del árbol secular de una familia alfarera originaria de Lorca y que da nombre a un estilo en la cerámica tradicional de la región de Murcia. Aunque en su niñez, la producción se ceñía exclusivamente a la alfarería de utilidad diaria : cántaros, botijos, jofainas, macetas, comederos para las gallinas y los conejos del hogar, etc… su vida se orientó a la administración en los talleres de Renfe de Águilas (Murcia), durante toda su trayectoria laboral, pero lo que no abandonó nunca fue el amor al barro. De este modo, se compró un solar a espaldas de los talleres donde trabajaba y allí se construyó un pequeño taller con sus balsas para elaborar el barro, un horno moruno para cocer las piezas y una pequeña nave donde tenía el torno y las piezas mientras se secaban.
Como es de suponer, el torno de alfarero tradicional se movía con la pierna izquierda, con lo que siempre he denominado “ tracción animal ”.
En ese entorno, Jerónimo mantenía el vínculo con su infancia y su familia, a través del barro sometido por sus manos y disfrutando de un modo callado de ese veneno del torno que sólo podemos entender aquellos que alguna vez sucumbimos al embrujo de ese giro hipnótico que nos permite transformar una informe masa de arcilla en una obra de arte por el único misterio del giro y los dedos en una danza maravillosa.
En torno al año 1976, yo estaba estudiando en la Universidad de Murcia y volvía a casa los viernes por la tarde. Entonces aprovechaba y me acercaba a la alfarería de Jerónimo. Un buen día y no sé cómo, me presenté allí y le pregunté a este buen hombre si podría ir los fines de semana a ver cómo trabajaba. No me dijo que no y yo aproveché esa bondad para ir asiduamente a observar sus trabajos y luego probar a imitar los movimientos de sus manos y la agilidad de sus dedos en mi incipiente taller. Siempre refiero a mis alumnos una anécdota que es ilustrativa de las viejas tradiciones gremiales.
Yo tenía ya 16 años y cuando le expresé mi intención de aprender a trabajar en el torno y su respuesta fue tajante. No olvidaré su adusta mirada y el silencio que la envolvió. A continuación me explicó un dogma de las familias del barro :
“Con la edad que tú tienes ( 16 años ), ya no puedes aprender el oficio. Esto sólo se aprende empezando con 5 o 6 años haciendo figuricas al pie del torno mientras tu padre y tu abuelo están trabajando el barro. Tu ya eres muy mayor para aprender.”
El jarro de agua fría que supuso para mí esta sentencia casi me estremece ahora al rememorar esas palabras.
Pero creo que fue ese muro que la costumbre entre los artesanos levanta frente a los que intentan entrar desde fuera, cuando no se tienen raíces, cuando se es ajeno a la tradición, fue ese muro fue el acicate que me espoleó a intentarlo con mayor ahínco, a no abandonar ante los múltiples obstáculos que me había encontrado y me habría de tropezar en el futuro. El desafío se encarnó en el reto que me dio alas para llegar a donde estoy. Gracias, Jerónimo, por decirme que no llegaría a ninguna parte como alfarero, que no aprendería el oficio.
También recuerdo cómo años después, cuando yo tenía en los escaparates del comercio familiar unos juegos de té de 12 piezas con su tetera, lechera, azucarero, tazas y platos esmaltados en blanco o rosa con decoración a pincel y Jerónimo me decía que no se creía que eso lo hubiese hecho yo habiendo empezado a trabajar el barro “ tan tarde ”.
Cómo me gustaría poder enseñarle el complejísimo mundo de los esmaltes cristalinos donde me he sumergido hoy, para ver su cara de sorpresa.
Con él aprendí algunos trucos de la técnica del torno. También me explicó cómo se elaboraba el barro. Sólo usaba tierra láguena ( color morado ) y greda ( amarilla) que mezclaba en una balsa durante uno o dos días en remojo. Luego esa mezcla se removía con una tabla y se pasaba por una rejilla no demasiado tupida y se vertía el liquido turbio a la balsa inferior. Ahí se dejaba varios días hasta que el agua se evaporaba y el poso se había convertido en barro fino listo para usar.
A continuación se amasaba sobre un mostrador de cemento y para que no se pegase el barro utilizaba la ceniza que había extraído del fondo del hogar del horno. Y entonces llegaba la magia del torno. Y yo me sentaba en un rincón y en silencio pasaban una o dos horas en las que yo observaba cada movimiento con una mezcla de pasmo y envidia.
Alguna vez le acompañé a cocer una hornada echando maderas al hogar durante horas normalmente nocturnas.
Una vez acabada la dura jornada de mantener el fuego y alcanzar la temperatura necesaria, una temperatura que se medía por el color del fuego que salía por la chimenea y que se veía en el interior del horno a través de una mirilla. Ahora los modernos ceramistas nos refugiamos en los pirómetros digitales que nos dan las temperaturas con precisión de menos de un grado.
Uno o dos días después, se abría la puerta del horno, puerta que se había cerrado con ladrillos y barro, y se procedía a extraer la carga de piezas, el producto de muchos días de trabajo, con la satisfacción de un ciclo que se cierra.
Desde donde esté, en el cielo de los alfareros, espero que Jerónimo contemple el humilde fruto de este aficionado que un día le pidió permiso para observar su trabajo. Él no fue un maestro como tal, porque no había ningún método, ningún programa de enseñanza, nada pedagógico. Pero lo que yo aprendí junto a él son la base, ( la honradez del oficio y el respeto a las tradiciones ) el fundamento sobre el que yo he ido construyendo a este humilde ceramista que vive en mí hoy.
Muchas gracias, Jerónimo.
Las fotografías para este recuerdo han sido amablemente cedidas por la familia de Jerónimo Larios a quienes desde aquí les expreso mi más sincera gratitud por ello. Gracias, Juana Mari.